Monday, March 31, 2014

Sobre el Proceso de Crecer...

Carl Jung escribió alguna vez que lo que un hombre necesita para crecer es un eros infiel, capaz de olvidarse de su madre y sobrellevar el dolor de renunciar al primer amor de su vida. Yo no creo que el “renombrado” complejo de Edipo si quiera exista. En lo que sí creo que es que Jung tenía razón cuando aplicamos esta reflexión como analogía al proceso de aceptación de la pérdida de las cosas que amamos.  Tal vez  aquel “primer amor” no está delimitado por el orden de llegada, si no, por el nivel de impacto que tienen las personas sobre nosotros. Si tal impacto es tan contundente habría que preguntarse por qué generalmente esos grandes amores tienden a sumergirse en épicas tempestades.


Es bien sabido que hay factores individuales irreconciliables entre las personas. Finalmente somos un universo: millares y millares de configuraciones enmarcadas por contextos, vivencias, emociones y pensamientos. Es casi una locura pensar que puedan establecerse lazos relativamente estables dentro de seres tan caóticos como nosotros. Pero supongo que esa es la tendencia del funcionamiento del mundo, de las leyes universales, de aquel caos que por sus mismas características se mantiene en un perfecto equilibrio. Gracias a nuestra razón queremos entender los motivos de los demás, pero casi siempre es una incógnita el hecho de que nuestro comportamiento pareciera no estar dentro de nuestros dominios.  Como almas salvajes que pretenden mostrarle lo opuesto al mundo, se engaña día a día lo más auténtico de nosotros. Y es que ¿quién en algún momento de su vida no ha sentido que ha cometido alta traición contra sí mismo por querer complacer los deseos de otro?

Creo que Jung tuvo razón en muchas cosas al tratar de explicar desde su propia cosmogonía al ser humano. Era un idealista sin duda alguna, y tal vez pecó al vernos más bellos de lo que realmente somos como seres humanos. Es cierto que tenemos tendencias innatas que nos impulsan tanto a comportarnos gregariamente como a ser crueles seres egoístas. La naturaleza es una diosa, y como tal, es despiadada. Ciertamente somos monos con egos más grandes que nuestras propias capacidades; tal vez por eso, parecemos buscar desesperadamente algo a lo cual aferrarnos a lo largo de nuestra vida para encontrar un significado que tal vez ni siquiera exista.


Cada experiencia a la que estamos expuestos aporta en mayor o menor medida a la conformación de nuestro propio desarrollo individual. A medida que capeamos huracanes, nos adentramos más y más en nosotros mismos y nos sorprendemos con los límites a los cuales somos capaces de llegar.  Mientras avanzamos hacia la madurez, arrastramos sabiduría y tragedia a la par. Las cicatrices físicas y espirituales son el recordatorio constante de las batallas ocurridas, y a veces estas marcas son tan horribles que terminan por poseernos, como un ente simbiótico al cual alimentamos con nuestro miedo. Hablando de simbiosis, ni hablar de los particulares vínculos que se establecen casi en forma de amalgama. Personas tan perfectamente deterioradas que son el complemento ideal,  que se permiten vivir de ilusión. Esto es equiparable al efecto de un narcótico: los mantiene lejos de la realidad. Es impresionante ver  la capacidad que tienen algunas personas para brindar soporte de la manera más disfuncional posible y de  mantener a los demás estancados por tiempo indefinido. Siempre he sentido curiosidad por estas uniones, quizás porque en algún momento de mi vida acepté al fin mi amor por las personas rotas. Tal vez eso sea simplemente reflejo de mis propias proyecciones, eso no lo sé. Continuando con la idea, es común ver compañeros de vicio, individuos dependientes entre sí, parejas autodestructivas y polos de dominancia y sumisión, entre otras, que son apenas algunas de las constelaciones que observamos gracias a la cotidianidad. En estos casos, pareciera casi instintiva la tendencia de afiliarse con personas que son espirales descendentes, tan irresistiblemente decadentes que son incapaces de negarse una probada.

Y ni hablar de las lamentaciones, aquella culpa abominable e infinita que nos asalta cual súcubo nocturno presto a extraernos la poca felicidad obtenida durante un día avasallante, aquella que nos pasa la cuenta de cobro por haber osado probar el mundo. Malditos lamentos! son el cáncer de la vida, nos anclan al pasado forzándonos a ver el futuro con un catalejo invertido. Ahí está el Valhalla, el paraíso que día a día se torna más inalcanzable, mientras la tortura de estar vivo se convierte en una especie de mórbida exclamación por sustrato vital.


En este punto todo se vuelve sombrío. Eterno. Nos vemos obligados a escondernos en el rincón más oscuro de nuestra mente buscando algo de alivio para el dolor, es aquí cuando estamos tan aislados de todo que provocamos una especie de efecto dominó sobre las personas que nos rodean. Al derrumbarnos se evidencia la fragilidad de la estructura que antes nos mantenía en la luz, y muchas líneas que antes eran firmes ahora se vuelven difusas. Se nos da la espalda cuando más lo necesitamos. Pero así debe ser, sólo el héroe permanece en el barco mientras todos le abandonan frente a la inminente llegada del monzón.

Allí es donde nos forjamos realmente, lejos de los espejismos del mundo. Aquí despertamos, nos damos cuenta de que la hora de ser niños inmortales, libres de toda responsabilidad hacia el mundo y hacia nosotros mismos ya pasó y que no hay más opción: que es  hora de crecer, de aceptar las consecuencias y de sanar  inminentemente. Esto es en extremo, doloroso. Implica realizar sacrificios que nunca quisimos estar obligados a hacer. Estos sacrificios nos llenan de melancolía pero son necesarios para nosotros. Los antiguos mencionaron este hecho en diversos textos ancestrales: los héroes están trágicamente destinados a sacrificarse a sí mismos si es que quieren trascender.


Supongo que este es el precio de vivir. A veces despertar a lo que nos rodea y  ser concientes de lo que hemos ocasionado y de las secuelas directas e indirectas de nuestro actuar puede ser tan doloroso que rogamos por que se nos alivie dicho sufrimiento. Es casi una súplica compasiva. Queremos volver al cascarón que nos mantuvo a salvo durante tanto tiempo pero ya es demasiado tarde, ahora debemos combatir contra el Leviatán que emerge de las profundidades y cuya intención central es devorarnos para luego sumergirnos y mantenernos desolados. Pero incluso cuando somos devorados temporalmente este es uno de los regalos más grandes que se nos puede dar. La fuerza del Leviatán nos conduce a una profundidad que antes tan solo hubiésemos rasgado de manera somera. Este es un desafío para descubrir qué está ocurriendo dentro, para socavar con avidez y enfrentar tantas heridas que se convirtieron con el tiempo en un ancla. Solo tenemos dos opciones: podemos ser partícipes de nuestro propio proceso de individuación y sanación o ser simplemente unas desconsoladas víctimas.  



Es necesario recordar constantemente cual fue el camino recorrido hasta aquí. Existen experiencias que simplemente no debemos olvidar, no podemos sepultar todo lo que fuimos alguna vez, los bellos momentos son inmortales, y siempre permanecerán con nosotros, es por esto que algunos dicen que, en realidad las personas nunca mueren. Si eliminamos de nosotros el camino, aquel valioso sendero de aprendizaje,  estaríamos perdiendo cosas extremadamente preciosas que fueron también parte fundamental del proceso que construyó lo que somos ahora. 

Me gustaría compartirles una frase relacionada: 

"Tu visión devendrá mas clara solamente cuando mires dentro de tu corazón... Aquel que mira afuera, sueña. Quién mira en su interior, despierta."  C. G. Jung