Carl Jung escribió alguna vez que lo que un hombre necesita
para crecer es un eros infiel, capaz de olvidarse de su madre y sobrellevar el
dolor de renunciar al primer amor de su vida. Yo no creo que el “renombrado”
complejo de Edipo si quiera exista. En lo que sí creo que es que Jung tenía razón cuando
aplicamos esta reflexión como analogía al proceso de aceptación de la pérdida
de las cosas que amamos. Tal vez aquel “primer amor” no está delimitado por el
orden de llegada, si no, por el nivel de impacto que tienen las personas sobre
nosotros. Si tal impacto es tan contundente habría que preguntarse por qué
generalmente esos grandes amores tienden a sumergirse en épicas tempestades.
Es bien sabido que hay factores individuales
irreconciliables entre las personas. Finalmente somos un universo: millares y
millares de configuraciones enmarcadas por contextos, vivencias, emociones y
pensamientos. Es casi una locura pensar que puedan establecerse lazos
relativamente estables dentro de seres tan caóticos como nosotros. Pero supongo
que esa es la tendencia del funcionamiento del mundo, de las leyes universales,
de aquel caos que por sus mismas características se mantiene en un perfecto
equilibrio. Gracias a nuestra razón queremos entender los motivos de los demás,
pero casi siempre es una incógnita el hecho de que nuestro comportamiento
pareciera no estar dentro de nuestros dominios.
Como almas salvajes que pretenden mostrarle lo opuesto al mundo, se
engaña día a día lo más auténtico de nosotros. Y es que ¿quién en algún momento
de su vida no ha sentido que ha cometido alta traición contra sí mismo por
querer complacer los deseos de otro?
Creo que Jung tuvo razón en muchas cosas al tratar de
explicar desde su propia cosmogonía al ser humano. Era un idealista sin duda
alguna, y tal vez pecó al vernos más bellos de lo que realmente somos como
seres humanos. Es cierto que tenemos tendencias innatas que nos impulsan tanto
a comportarnos gregariamente como a ser crueles seres egoístas. La naturaleza
es una diosa, y como tal, es despiadada. Ciertamente somos monos con egos más
grandes que nuestras propias capacidades; tal vez por eso, parecemos buscar
desesperadamente algo a lo cual aferrarnos a lo largo de nuestra vida para
encontrar un significado que tal vez ni siquiera exista.
Cada experiencia a la que estamos expuestos aporta en mayor
o menor medida a la conformación de nuestro propio desarrollo individual. A
medida que capeamos huracanes, nos adentramos más y más en nosotros mismos y
nos sorprendemos con los límites a los cuales somos capaces de llegar. Mientras avanzamos hacia la madurez,
arrastramos sabiduría y tragedia a la par. Las cicatrices físicas y
espirituales son el recordatorio constante de las batallas ocurridas, y a veces
estas marcas son tan horribles que terminan por poseernos, como un ente
simbiótico al cual alimentamos con nuestro miedo. Hablando de simbiosis, ni
hablar de los particulares vínculos que se establecen casi en forma de
amalgama. Personas tan perfectamente deterioradas que son el complemento ideal,
que se permiten vivir de ilusión. Esto
es equiparable al efecto de un narcótico: los mantiene lejos de la realidad. Es
impresionante ver la capacidad que
tienen algunas personas para brindar soporte de la manera más disfuncional
posible y de mantener a los demás
estancados por tiempo indefinido. Siempre he sentido curiosidad por estas
uniones, quizás porque en algún momento de mi vida acepté al fin mi amor por
las personas rotas. Tal vez eso sea simplemente reflejo de mis propias
proyecciones, eso no lo sé. Continuando con la idea, es común ver compañeros de
vicio, individuos dependientes entre sí, parejas autodestructivas y polos de
dominancia y sumisión, entre otras, que son apenas algunas de las
constelaciones que observamos gracias a la cotidianidad. En estos casos, pareciera
casi instintiva la tendencia de afiliarse con personas que son espirales
descendentes, tan irresistiblemente decadentes que son incapaces de negarse una
probada.
Y ni hablar de las lamentaciones, aquella culpa abominable e
infinita que nos asalta cual súcubo nocturno presto a extraernos la poca
felicidad obtenida durante un día avasallante, aquella que nos pasa la cuenta
de cobro por haber osado probar el mundo. Malditos lamentos! son el cáncer de
la vida, nos anclan al pasado forzándonos a ver el futuro con un catalejo
invertido. Ahí está el Valhalla, el paraíso que día a día se torna más
inalcanzable, mientras la tortura de estar vivo se convierte en una especie de
mórbida exclamación por sustrato vital.
En este punto todo se vuelve sombrío. Eterno. Nos vemos
obligados a escondernos en el rincón más oscuro de nuestra mente buscando algo
de alivio para el dolor, es aquí cuando estamos tan aislados de todo que
provocamos una especie de efecto dominó sobre las personas que nos rodean. Al
derrumbarnos se evidencia la fragilidad de la estructura que antes nos mantenía
en la luz, y muchas líneas que antes eran firmes ahora se vuelven difusas. Se
nos da la espalda cuando más lo necesitamos. Pero así debe ser, sólo el héroe
permanece en el barco mientras todos le abandonan frente a la inminente llegada
del monzón.
Allí es donde nos
forjamos realmente, lejos de los espejismos del mundo. Aquí despertamos, nos
damos cuenta de que la hora de ser niños inmortales, libres de toda
responsabilidad hacia el mundo y hacia nosotros mismos ya pasó y que no hay más
opción: que es hora de crecer, de
aceptar las consecuencias y de sanar
inminentemente. Esto es en extremo, doloroso. Implica realizar
sacrificios que nunca quisimos estar obligados a hacer. Estos sacrificios nos
llenan de melancolía pero son necesarios para nosotros. Los antiguos
mencionaron este hecho en diversos textos ancestrales: los héroes están
trágicamente destinados a sacrificarse a sí mismos si es que quieren
trascender.
Supongo que este es el precio de vivir. A veces despertar a
lo que nos rodea y ser concientes de lo
que hemos ocasionado y de las secuelas directas e indirectas de nuestro actuar
puede ser tan doloroso que rogamos por que se nos alivie dicho sufrimiento. Es casi
una súplica compasiva. Queremos volver al cascarón que nos mantuvo a salvo
durante tanto tiempo pero ya es demasiado tarde, ahora debemos combatir contra
el Leviatán que emerge de las profundidades y cuya intención central es
devorarnos para luego sumergirnos y mantenernos desolados. Pero incluso cuando
somos devorados temporalmente este es uno de los regalos más grandes que se nos
puede dar. La fuerza del Leviatán nos conduce a una profundidad que antes tan
solo hubiésemos rasgado de manera somera. Este es un desafío para descubrir qué
está ocurriendo dentro, para socavar con avidez y enfrentar tantas heridas que
se convirtieron con el tiempo en un ancla. Solo tenemos dos opciones: podemos
ser partícipes de nuestro propio proceso de individuación y sanación o ser
simplemente unas desconsoladas víctimas.
Es necesario recordar constantemente cual fue el camino
recorrido hasta aquí. Existen experiencias que simplemente no debemos olvidar,
no podemos sepultar todo lo que fuimos alguna vez, los bellos momentos son
inmortales, y siempre permanecerán con nosotros, es por esto que algunos dicen
que, en realidad las personas nunca mueren. Si eliminamos de nosotros el
camino, aquel valioso sendero de aprendizaje, estaríamos perdiendo cosas extremadamente preciosas
que fueron también parte fundamental del proceso que construyó lo que somos ahora.
Me gustaría compartirles una frase relacionada:
"Tu visión devendrá mas clara solamente cuando mires dentro de tu corazón... Aquel que mira afuera, sueña. Quién mira en su interior, despierta." C. G. Jung
Me gustaría compartirles una frase relacionada:
"Tu visión devendrá mas clara solamente cuando mires dentro de tu corazón... Aquel que mira afuera, sueña. Quién mira en su interior, despierta." C. G. Jung